DIARIO DE UN CURA
LAS CAMPANAS
Al lado de donde vivo
hay una torre con varias campanas. Suenan todo el día dando las horas del
reloj. También por la noche. A mí, pocas
veces me despiertan. Pero, cuando lo logran,
me produce alegría. Sobre todo, si
anuncian, por ejemplo, que son las tres de la madrugada… porque
en seguida calculo que, todavía,
me quedan varias horas de sueño. Pero no a toda la gente le gustan las
campanas. En mi vida de cura lo he comprobado muchas veces. En una ocasión, a dos
nuevas vecinas de un pueblo en el que
estuve hace años, les enfadó mucho y me
apuraron a que debía suprimir los toques a partir de las 8 de la tarde.
Comprendí su razonamiento y eliminé el sonido nocturno. A los pocos días, otros
vecinos, de “los de siempre” vinieron a reclamar: ¡Cómo es posible que usted
quite el reloj por la noche si siempre ha estado ahí y nos alegra escuchar las campanadas!
No es fácil contentar a
todo el mundo. Y al fin y al cabo, lo de las campanadas es una anécdota. Pero
no acabó la cosa con las dos protestas. Los partidarios y los contrarios de las
campanas se pusieron a recoger firmas, por separado, por supuesto, para reclamar
que se hiciera lo que cada cual quería. Mayoritariamente y con mucha
diferencia, ganó la propuesta de que las campanas siguieran sonando las
veinticuatro horas del día con sus correspondientes veinticuatro medias horas.
Con frecuencia recuerdo la anécdota porque muchas veces hacemos un problema de
algo que tal vez se pueda arreglar fácilmente, cediendo un poco e intentando
ponerse en la piel del otro. El caso que les cuento tuvo un final feliz.
Después de varios meses intensos de discusiones, una tarde me llaman las dos
señoras a las que las campanas no dejaban dormir y me hacen un regalo: Un libro titulado “Las
campanas de las catedrales”. Pensé que era otra forma de protestar, pero no. Me
dijo una de ellas:
-En estos meses hemos
cambiado nuestra forma de pensar. Ya que habíamos perdido el pleito con los
vecinos empezamos a asumir la realidad. Y resulta que ahora…nos encantan las
campanas. Por favor, no las quiten nunca.
Ayer, una chica se acercó a mi casa por la mañana
para decirme que, por favor tocara las campanas de la iglesia porque había muerto su padre y era la mejor forma de
darlo a conocer a los vecinos. A mí me gustó la petición. Pero por la tarde,
otro vecino me dijo que cuándo iba a
suprimir el molesto toque. Le
conté lo que me había pasado en otra parroquia, se sonrió y concluyó: Pues déjelas siempre, que yo también puedo adaptarme a ellas.
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